Días de cuarentena. XXIII

Día treinta y cinco

Si yo golpeo a tu puerta no ta vas a confundir, no es para entrar que golpeo, golpeo para salir…” Grande, Facundo Cabral.

El sábado, a primera hora, es el día de la semana en que bajo a hacer la compra, y también a comprobar en el semblante de los pocos vecinos y vecinas con los que me cruzo, los estragos que el confinamiento nos causa a todos.

Demacrados, con ojeras y mirada asustada, nos saludamos por señas y hacemos inventario inverso. En vez de contar ausencias, comprobamos que este, aquella, esa y el otro, siguen en ruta.
Eso siempre alegra.
El mismo procedimiento es el que deberíamos aplicar con los protocolos de distanciamiento, protección e higiene, cumplirlos escrupulosamente para evitar contagiar y no por el miedo a ser contagiados.
Si nosotros nos comportamos como los posibles infectados, podemos proteger a los otros, pero si creemos que los infectados son ellos, entonces solo nos queda el temor y la desconfianza hacia los demás.
Será que soy simplista.

Cada vez me queda más claro que esto va para largo, y que en mi caso, con sesenta y ocho años y los pulmones arrugados, aun mas.
Quizás debería empezar a pensar en cambiar el formato de escritura, y de la crónica, diario o postal, hacer el salto a la novela profusa, porque tiempo voy a tener.

De mi propio inventario, concluyo que me sobran películas, que voy bien servido de libros y música, que me toca ampliar mis conocimientos culinarios, pero voy por buen camino me dice el paladar.
Que seguramente ya no volveré a colgarme de un trapecio ni a subirme a una moto, pero sí a un patinete o a una bicicleta, y que hacer equilibrios lo dejo para cuando llegue la crisis. Que en el ajedrez me defiendo, que me gustaría tener un perro, no para sacarlo a pasear sino para que me ladre. Que me sobran horas por la mañana y que por la noche un whisky me las resta, que me sigo vistiendo con ropa de calle porque me encanta cambiarme y ponerme cómodo cuando anochece.
Que os echo a faltar, que mientras siga teniendo teclas seguiré mandando mensajes en la botella.
Y que extraño como un oso un abrazo con mi hija.

Buen sábado a todos, todas.

Días de cuarentena. XXII

Día treinta y cuatro.

Ver para no creer.

En un larguísimo plano secuencia, un tipo bastante malcarado que en ningún caso puede ser el protagonista, recorre un pasillo interminable que desemboca en una lúgubre escalera que baja a lo que parece ser un sótano o algo subterráneo.
La única luz que ilumina la escena es la de su linterna, que no sé cómo se las apaña para conseguir que el fulano pueda ver por dónde va y que además yo pueda verlo a él yendo a donde sea que vaya, o mas concretamente a donde sea que baje, porque ya está descendiendo por los peldaños.
Es el final de alguna de las películas de esa larga lista que dejé en pausa, pero no tengo ni idea de cuál.

Se oye un choque metálico. el linternas está inmóvil en mitad de la escalera, aunque creo que ya lo estaba desde antes del ruido, por algo que parecía moverse abajo, en la zona oscura, fuera del revelador haz de luz.
El ruido metálico vuelve a repetirse, pauso la reproducción… Es aquí que suena!?
Otra vez la estridencia, ahora de forma continua y repetitiva. Abro la ventana, miro el reloj, las ocho y cuarto de la tarde:   Cacerolada republicana contra los y las coronas!

Voy a la cocina a pertrecharme con espíritu de brigadista, y ya en la trinchera, abierta de par en par, las hostias de mortero que le doy al cazo con mi martillo tipo zapatero remendón, punta plana y punta redonda, hacen vibrar hasta los cables eléctricos donde todos los pájaros y pajarracos del pueblo se han dado cita para el espectáculo de los humanos cabreados. The angry humans, pienso.
Sin embargo a pesar de todos los esfuerzos y refuerzos vecinales, y no sé si será porque en frente no hay edificios y por tanto no hay caja de resonancia, pero sonamos mas triste que aplauso de matiné de domingo. Pero, sonamos pese a todo! Como los eternos les Luthiers que supimos conseguir.

Cierro la ventana y regreso a la república interior, la pausa del televisor se ha saltado y el equipo se ha apagado. No te vas a librar! le suelto con un disparo certero de mando a distancia, y a continuación, marcando un inacabable código de clics largos, clics cortos y muchos clics más, vuelvo a retomar la película, donde el tipo ya ha acabado de bajar la escalera y ha salido a la cubierta de un barco en blanco y negro, pero el tipo resulta ser John Wayne jovencísimo y el barco no es otro que el carguero SS Glencairn, y la película es The Long voyage home, basada en la obra de Eugene O’Neill y titulada en español como “Hombres intrépidos” por algún iluminado.

Es evidente que en la marcación de clics cometí un error de bulto y no regresé al mismo film, ni al mismo amor ni a la misma lluvia. Pero me da igual, porque este es mucho más interesante, sobre todo por que ahora están en medio de una tormenta en alta mar, que ríete del dicho de Mahoma y la montaña, aquí la montaña no solo viene, sino que te zampa con barco y todo, y no es una, es la cordillera entera!
Cuando al final amainan las olas, faltan unos cuantos marineros que han sido devorados por el mar, y los dos que quedan se ponen a bailar la danza de Zorba, en la playa. Eso será, supongo, porque en mitad de los vaivenes de la tempestad habré vuelto a cliquear el final, y ahora me emborracho de juventud con Anthony Quinn y Alan Bates.
Me uno a ellos, y juntos nos bailamos el confinamiento y la cuarentena hasta el último trago.
Y nos contagiamos de la risa y nos morimos de libertad.

Buenos finales para todas y para todos.

Días de cuarentena. XXI

Día treinta y dos.

Si cierro los ojos lo veo claro.

Al calzarme procuro hacer el lazo de los zapatos con los cordones de la realidad y la ficción. Para evitar tropezar de bruces con el mundo.
Luego es caminar. Como todos.

No sucedió o pudo suceder.
El camión rojo sí sucedió, como su velocidad y como el semáforo que sigue sucediendo.
Él no estaba ahí en ese momento, pero sí había estado ayer a la misma hora, aunque no llevara las bolsas de la compra que lleva una señora que pasa en este momento bajo mi ventana y que no tiene personaje. Sus bolsas sí.
La música que sale a todo volumen del la cabina del camión, es la de la fiesta de la noche de San Juan de hace dos veranos, la que no me dejó pegar ojo hasta las tantas de la madrugada, y que no pude dejar de tararear estúpidamente durante seis meses. Pegadiza y forzadamente alegre.

El ángulo desde el que observo la escena con la ventana abierta, es el que se ve desde la silla lateral de mi mesa de trabajo, silla que rara vez utilizo, yo escribo desde la silla central reclinada hacia atrás y de lado, las piernas sobre la mesa y el ordenador portátil encima.
Desde esa posición solo veo el mar y me calma.

Que Josep el pastelero, se asomase a la puerta de la pastelería no puedo asegurarlo, desde mi puesto de observación, la marquesina de la entrada me impide verlo. Pero si se hubiese asomado, es seguro que lo estaría llamando, lo estaría saludando. Es la vecindad.
Él, que como el día anterior, cuando sí estuvo, se espera a que el semáforo le de luz verde para cruzar la carretera, se gira para ver quién le llama, incomodo con las bolsas de la compra por delante amontonadas contra el pecho en un abrazo que le dificulta tanto la visión como el movimiento.

El perro está, aunque Hamal, el chaval que lo pasea, es otro y el perro también, pero harán su papel.
El camión avanza demasiado rápido, me digo, pero eso solo puedo verlo yo desde mi ventana en un tercer piso, en la escena ni siquiera saben que un camión rojo avanza.

El semáforo, tal como lo hace ahora, cambia y da paso al peatón, y él, que entre sus bolsas, el cruce de saludos y esa pierna derecha que arranca por su cuenta e inicia la bajada de la acera a la calzada…
Seguramente fueron los sentidos del perro los que dieron la alerta, pero es Hamal quien le tira con fuerza de la cazadora hacia atrás, mientras las bolsas son atropelladas de rojo por un camión que se salta el rojo de la luz, mientras Josep se lleva las manos a la cabeza y el perro ladra y yo grito.
Y una lata de atún rueda absurda por la carretera.

O solo es un camión que pasa.

Buena calma y mirar la carretera antes de cruzar, a todos y todas.

Días de cuarentena. XX

Día treinta.

Un mes sin más piel que la de este lagarto con tos.

Desayuno, y eso será que amanece y estoy despierto.
Día de agua y grises, de bruma y amnesia, día que al alba nació viejo, día encubridor.
Una lluvia persistente cae sin viento ni aliento, lluvia vertical que ni roza los cristales por no apartarse de su camino. Agua poco curiosa, pienso.
De cielo a suelo, surca el pueblo por las rieras hasta la playa y desemboca en el mar para volver a empezar. Lluvia obediente y aburrida, vuelvo a pensar para provocarla mientras unto de moras de la zarza del bosque, mi tostada.
Gris y blanco el paisaje, hay más color en la mermelada, y más sabor, eso seguro, mastico.

Despintado y sin velitas quedó el aniversario pero igual lo apunto en mi libreta, no es cosa que me olvide y dentro de un mes lo vuelva a repetir de pura desmemoria.

Levantar este cuerpo sobre sus dos patas y caminar, todavía puedo, otra cosa es que sepa darle destino a esos pasos, o sean solo pasos perdidos.
Comer y hacer la siesta si me dejo, esos son mis planes para hoy, luego ya veremos, pero lo que sea que sea, será en el salón.
Conocer el escenario de tu aburrimiento te da ventaja si la sabes aprovechar, y por eso ahora, disimuladamente, voy dejando un par de libros abiertos por aquí y allá, una camisa y su botón caído junto al costurero, y esa lámpara que no funciona junto a un destornillador, un alicate y una tirita que a modo de cinta aislante le cure el cortocircuito.

Y si nada de esto funciona siempre me queda el recurso de raparme la cabeza a lo Yul Brynner, y como Marlon Brando tener mi Apocalipsis ahora, con música de The Doors.

Buen cumple mes, a todas a todos.

Días de cuarentena. XIX

Día veintinueve.

Un día y veintiocho fotocopias.

Ayer por ejemplo fue sábado durante tres días, y este domingo tiene trazas de durar una semana.
Desmedido el tiempo dura lo que quiere, y no hay reloj que lo contenga.
Las horas se acumulan descoloridas entre el el polvo, se esparcen por los rincones y no hay aspiradora que se las trague. Los minutos se clavan en las encías como las espinas de pescado y los segundos regurgitan como el ajo.

Yo no resisto, yo aguanto porque no hay otra, y me aguanto porque no hay otros y le hablo a las plantas, a los muebles, pero me abstengo de hacerlo con el espejo, no gracias, me digo, ya enloquecí cuando era joven y aun me dura. Quizás mas tarde.
Las pelis se duermen antes que yo y no acabo ninguna, a estas alturas me faltan como cincuenta finales, aunque posiblemente sea el mismo final para todas, pienso, o no pienso.

Los relojes no mesuran el tiempo en absoluto, lo leo en las nubes, solo marcan el inicio y fin de nuestras actividades y poca cosa mas. Apenas una extensión de agenda anudada a la muñeca, con ínfulas de dictador.

Suena el timbre y se me enciende la realidad toda, domingo soleado y primaveral, hora del vermut. Es mi vecino que me ha dejado en el rellano unos boquerones en vinagre, caseros, que curan mas que la penicilina.

Y la vida transcurre, aunque el tiempo no.

Buen domingo eterno, a todos y todas.

Días de cuarentena. XVIII

 

Día veintisiete. A Robinson Crusoe.

Viernes o los limbos del Pacífico. O en este caso del Mediterráneo, amigo Tournier.
O un viernes sin Viernes, para ser mas exacto.

Isla Speranza. (civilizar el entorno para no animalizarse)
Recorro mi propia isla donde guardo delicadamente los restos de tantos naufragios meticulosamente ordenados, con ellos construí esta ciudad íntima que me nombra cuando me olvido y me recuerda de donde vengo, cuando le pregunto a donde voy.
Que me guarece cuando hace falta, que se mantiene ajena a las tormentas interiores y resiste el embate de las otras. Isla protectora, isla sanadora sin vocación de calabozo, sin rejas ni grilletes.

Isla de andar volviendo, hoy está perturbada porque me ando quedando, se cruje de ganas su puerta, le gustan las despedidas. Por los reencuentros.
Cuando vuelvo helado del invierno ella fabrica otoños con sus fuegos y me ofrece sus lanas, cuando el sol ruge y me regresa derrotado al interior, ella es toda sombras de selva y persianas, ventiladores de palmera y ducha fría.

Pero es viernes y Viernes no está y mi isla no entiende porque no parto en su búsqueda, en la búsqueda de todos los viernes y los sábados, de todos los lunes, los martes y todos los otros y las otras que habitan en cada uno de los días de las semanas que pasan, mientras seguimos varados en el mar de los Sargazos

Ella desea que parta una y otra vez, para que pueda seguir regresando cada noche a mi Isla Speranza.

Buen viernes, a todas y todos los Robinson y Viernes. Porque estáis ahí.

Referencias: “Viernes o los limbos del Pacífico” de Michel Tournier. (Maravillosa lectura para estos días)

Días de cuarentena. XVII

Día veintiséis.

Igual de quietos estamos la galleta que como, y yo.

Acerco la silla a la ventana abierta, me siento y me rindo a que el único movimiento sea el del aire, brisa mínima que no mueve ni un pelo, solo se infiltra, se cuela entre ellos sin despeinar y se va sin dejar huella.
Afuera es igual que adentro, una gran pintura de Hopper de la que formo parte, aventanado a este lado del confín.

Horas quietas desparramadas sobre la mesa.
Hasta moviéndote estás quieto! me susurra una paloma con voluntad de gárgola, y me lo confirma el tren que llega, espera y se va, sin que nadie suba, sin que nadie baje.
Si me muevo y nada cambia con mi movimiento, es que estoy quieto, pienso sin moverme.
Formas de la quietud, que van brotando como el musguito en la piedra, añorada Violeta.

Ni el encierro ni la soledad, es nuestra propia ausencia la que pesa como la piedra de Sísifo brotando en el musgo y aplastándolo, antes de rodar nuevamente.
Hemos desnudado los paisajes, hemos arrancado a tiras nuestra presencia.
Ahora nos asomamos a las ventanas hipnotizados por nuestra ausencia, como Narcisos que buscan su imagen en un marco sin espejo.

Ojalá que esta quietud sirva para movilizarnos, a todas y todos.

Cita: Violeta Parra, “Volver a los diecisiete”

Días de cuarentena. XVI

Día veinticinco. Demos un brinco.

Abro las ventanas y el aire lo remueve todo y el sol lo ilumina.

Con un día como hoy es difícil quedarse en casa, en cuanto cierras los ojos ya estás chapoteando en el mar o forzando pulmones en la montaña. Es imposible que la insolencia de esta primavera te deje indiferente en tu sillón.

Día para hacer paracaidismo y dejarte caer en las regiones menos exploradas de tus certezas y a golpe de machete abrirte paso, a ver qué queda, o agitarlo todo a ver qué cae.
Yo soy más de la segunda opción, y si no cae, mal año, al decir de los paisanos.

Mentira grande los paréntesis, esos arcos sin flechas que lanzar, que ni te esconden ni protegen, solo te enmascaran en el doblez de la inflexión. No, no es un paréntesis, nunca volveremos a la misma orilla, a la misma palabra inconclusa, ni al instante interrumpido por la tos.
Esta vida confinada sigue abierta y corre sin pausa como el cronómetro en la oscuridad, como el agua del grifo abierto del que nadie bebe ni en la que nadie se refresca. A la próxima sed serán otras aguas la que la calmen.
Así nosotros seguimos viviendo, aunque sea de paredes adentro con o sin ventana, aunque al hablar ni el eco te conteste, y aunque hacerlo en círculos sea la única manera de andar.
Pero es indispensable no acostumbrarse, porque puede pasar que el día que nos abran la puerta ya no queramos salir. Y que como los viejos leones que han vivido toda su vida en cautividad, sigamos encerrados en nuestra jaula después de ser puestos en libertad.

Y como una espina clavada en el pié, me interroga la duda de a dónde saldremos, en qué mundo desembarcaremos al bajar por las pasarelas de esta grandiosa y global arca de Noé.

Buen puerto a todos y a todas.

Días de cuarentena. XV

Día veinticuatro.

Del confinamiento al extrañamiento y juro que no te miento.

Lo que nos era cercano y familiar se ha vuelto ajeno y lejano como cuarenta máquinas, me susurra imprudente Juan Gelman al oído en riesgo de contagio.

Desconcertado el sol, pierde fuelle al no saber a quien alumbrar, mientras tanto las palomas abandonan las cornisas para adueñarse de las aceras y las gaviotas hacen lo suyo con la arena de la playa.
Dejará de ser bucólico, cuando las ratas salgan a la superficie y reclamen su territorio. Mas nos vale que cuidemos a los flautistas!
Y por extensión, a todos los músicos, a los artistas todos y a todas las artes, que ellas y ellos son hoy nuestros respiradores de profundidad.

No diré que hasta Dios está lejano, porque cercano nunca estuvo, querido Cátulo, pero si que quisiera cruzar el mar, cualquier mar, este o aquel o el de mas allá, para poder llegar a tierra y dejar que broten los besos boca a boca, los abrazos piel a piel, las risas, los roces y bailar frotándonos las panzas como en los puertos de Amsterdam.

El día es y está brumoso.
Luz que apaga los contrastes y enfría los deseos, que despinta los paisajes. Luz descolorida, desabrida, que ni alumbra ni ilumina, solo empalidece. Luz penitente.

Cierro las cortinas y me invento una tormenta que no existe, una tormenta que nos moje a todos y todas, que nos sacuda y nos empape hasta despojarnos de todo, menos de estas ganas de seguir viviendo, rabiosamente.

Buenas horas, minutos y segundos. A todas, todos.

Citas: Juan Gelman: Otras preguntas. / Cátulo Castillo: Desencuentro. / Jacques Brel: Dans le port d’Amsterdam

Días de cuarentena. XIV

Día veintitrés.

Están ahí, y me miran con ojos de dinosaurio.

Todas esas tareas por hacer, esas que juré realizar cuando tuviese que estar en casa sin poder salir, fueran enfermedad, tifón o invasión extraterrestre la causa, hoy me derrotan solo con la mirada.

No, no es momento de revisar viejos papeles, viejas fotos ni ropa de viejas juventudes. Dejemos que sigan envejeciendo en los cajones me digo imitando el gesto de James Dean en su eterna desidia adolescente, sin pensar que Jaime sería hoy un viejecito de ochenta y nueve años confinado en una residencia.

Son tareas que requieren condiciones especiales, me digo, y como los mineros hay que salir al mundo a respirar aire puro cada tantas horas, si no, corres el riesgo de respirar dióxido de melancolía en niveles tóxicos.
Mejor el bricolaje, me dice mi vecino desde el rellano de la escalera, mientras me pasa la caja de herramientas, hoy el pueblo son los vecinos y las vecinas, pienso.

Están mis pulmones, con cara de perro asustado y con los bronquios entre las patas, como queriendo decir, yo no fui.
Tienen la costumbre de hacerse responsables de todo lo que respira mal a mi alrededor.

Lo que no acabo de entender es porque si los confines de la tierra son la excelencia de la distancia, a nosotros el confinamiento nos pilla tan cerquita y en pijama, será que es verdad que el mundo es un pañuelo, que ahora ademas de sucio está contaminado.
Son los tiempos que corren, aunque corran más lento que los caracoles y las tortugas que también van con la casa a cuestas. Y aunque a nosotros la casa se nos caiga encima y nos coma.

Echo una última mirada a los armarios que no voy a abrir y por primera vez respiro aliviado.
A veces lo mejor que podemos hacer, es no hacerlo.

Y me voy a la cocina.

Buen lunes confinadamente, a todas y todos.