Días de cuarentena. X

Día diecisiete todo al garete.

Fue casi sin darnos cuenta que un día nos quedamos en casa y ya no volvimos a salir.
Nos dijimos que sería momentáneo, que pasaría en unos días y que aunque tal vez fuera una exageración era mejor acatar las normas.

Pasaron los días y las semanas y fuimos pasando de la frivolidad a la incredulidad, de la incredulidad al desconcierto, del desconcierto a la desconfianza, y así hasta llegar al miedo.
Pero el miedo, que no es tonto, tiene espantos y tiene pavores, y el muy taimado toca nuestro timbre por dos puertas diferentes.

En una puerta está el el hombre del saco, el temido miedo que todos conocemos y afrontamos como sabemos o podemos, es un miedo individual que me concierne directamente a mí y a los míos, y que se expande por las capas lineales de la pertenencia social, mi familia, mis amigos, mi barrio, mi ciudad, mi país, o transversales, el género, la profesión, la clase, la ideología.
Es un miedo humano que se puede socializar y compartir, y aunque tiende a separarnos, de nosotros depende que nos pueda unir.

En la otra puerta, desconocido y mudo, está el miedo como especie, atávico, primario, que nos licúa dentro de una red única, donde no hay ni tu ni yo ni él ni nosotros y donde los otros son siempre el antagonista. Donde el que cae, cae y la especie continúa. Donde la ley natural y el algoritmo bailan abrazados el último vals.

Qué puerta abrimos es nuestro propio laberinto y allí nos aguarda, nuestro minotauro.

Mientras tanto jugamos al juego que nunca debería ser un juego.
Contamos los muertos.
Aplicamos variantes y variables, comprobamos curvas y constantes, cotejamos estadísticas, confeccionamos rankings, y hacemos predicciones en base a todo lo anterior.
Pero contamos muertos.

A los muertos su nombre, su identidad y su historia, a nosotros la pena y su recuerdo.

Compartiendo miedos contigo, con él, con ella, con nosotros, con vosotros y ellos.

Días de cuarentena. IX

Día dieciséis.

Lunes, creo.

Cada día, sobre las siete y media u ocho de la mañana, suelo abrir las persianas y los cristales de las ventanas, para que entre el aire, y con él, el mundo. Y cada mañana una multitud de vida sin filtro, respiraba conmigo y humanizaba los rincones solitarios de mi casa.
Ahora cuando abro las ventanas, solo la luz es mas fuerte que el silencio.

El mundo, así, parece en calma, pero luego, de ventanas adentro, abres la prensa, o te asomas a las redes sociales, y todo estalla, todo explota. Gritan las voces y acusan los dedos.
Los diarios gritan los gritos de los políticos cuando se gritan entre sí, gritan éstos y gritan sus contrarios, que son ellos mismos. Gritan mis amigos y grito yo, y gritan los no-amigos contra mis gritos y los gritos de mis amigos. En las ciudades gritan los vecinos para que nadie salga, pero gritan también para que nadie entre.
Es una sinfonía de gritos. Cruzados, solistas o corales. Se grita en canon o de corrido, con acompañamiento o a capela.

Se grita a los que están en la calle, aún a riesgo de que sean los mismos a los que se aplaude al atardecer, se grita y se acusa a los que no llevan mascarillas o guantes, aunque no se consigan ni a precio de oro y ni pienses en vender el alma, que hoy no te la compra ni dios.

Se grita al que no aguantó mas, y salió corriendo enloquecido, para no enloquecer.

Gritamos a los gobiernos, cada quien al suyo, o al del otro, es igual, y los gobiernos nos gritan a todos, como siempre, y nos llaman soldados y hablan de guerra, de combate, de lucha, de héroes.
Por las dudas, cierro todas las pantallas antes de que suene la música marcial.
me asomo nuevamente a la ventana, el mundo vuelve a estar en calma, pero el alma, no.

Si hay que gritar, y seguramente haya que hacerlo, entonces gritemos todos juntos, en vez de gritarnos encima los unos sobre los otros.
Gritemos en las ventanas, en los balcones, en los terrados, en los patios de luz. Gritemos de impotencia, de incredulidad, gritemos como locos, porque estamos cuerdos, gritemos de rabia, de dolor, de memoria o al dictado, gritemos de soledad ante el espejo, si hace falta.
Y que nuestro grito nos proteja a todos y a todas, de miserias y mezquindades.

Buen lunes y buenos gritos.

Días de cuarentena. VIII

Día catorce.

Dos semanas. No se ve tierra por ningún lado, ni a proa ni a popa, ni a babor ni estribor, solo este mar de incertidumbre que nos rodea, nos sacude, y hace crujir al mundo, como a la barca el océano.
La brújula interna gira enloquecida: Negación, ira, negociación, depresión, aceptación. Sin instrumentos de precisión que me den certeza, recurro a los patrones de conducta conocidos, y entonces diría que estoy negando la depresión al negociar la aceptación de la ira.

Afuera, calma chicha. Un perro pasea mansamente por la arena, mientras su acompañante, le espera, confinado a este lado de las bandas municipales que vallan el acceso a la playa. El cielo, después del gris invierno de ayer, vuelve a pintarse de azul, pero sin la alegría de Domenico Modugno. Por contra, constato que los helicópteros que cruzan por mi ventana, ya no son azul policial, sino verde militar…
Eso no es bueno, pienso.
Parece que la alarma se acerca peligrosamente al sitio, hablando de estados, claro.

Maldita sea aquella consigna, “Paren el mundo que me quiero bajar”. Ojalá que ahora que el mundo se ha parado, no se baje ni dios, a no ser que sea por voluntad propia, claro está.
Hasta juraría haber escuchado un cántico burlón, apenas audible, pero constante y machacón, que como un sonsonete nos persigue a todos y todas, “pasará, pasará… pero el último quedará”.

Buena salud y buena confitura, a todas y a todos.

Días de cuarentena. VII

Día doce.
La novedad se diluye como la bruma y lo excepcional deviene cotidiano.

Días de apnea en las profundidades de interior, allí donde el silencio es espeso y la soledad pegajosa. Allí donde acecha la quietud, la gran devoradora.
Sólo el sólido cañamazo de los hábitos, me devuelve, respirador empedernido, a la superficie.

Es innegable la inquietante belleza que hay en la inmovilidad del mundo, aunque sea, la belleza de nuestra ausencia.
Como si al abrir el viejo álbum de fotografías, encontráramos un sinfín de espacios y paisajes vacíos, sin rastros de nosotros, y viésemos por primera vez, lo que nuestra ausencia descubre, liberados los escenarios de nuestro contorno.
Serán otros los momentos no congelados por un obturador, que sucederán y habitarán por derecho propios los espacios recuperados.
Entonces, puede que esa misma foto en la cocina del caserón, en la que la prima Carlota sonríe frente a una bandeja de bollos recién horneados, sin la prima Carlota ni los bollos, se convierta en el universo del tío Juan y sus cigarros gigantes, sus bromas, sus juegos de magia, y sus vasos de tinto triste y peleón.

Pero eso sí, ojalá que esa foto tomada al descuido, hace mas años que el tiempo, descolorida por la humedad del alma y de los cajones, en la que estamos riendo a vida batiente, siga siendo la misma foto, el mismo tango.

Anochece, y la humanidad se asoma incrédula a la ventana.

Días de cuarentena. VI

Martes! (Día diez)

Hoy sí que es martes! Igual que lo fue ayer durante todo el día en mi cabeza.
Pero aunque sea martes, esto no es Bélgica, como aseguraba Mel Stuart en su film de 1969; ni carnaval, querido Valle, aunque todos llevemos mascaritas.
Solo es un martes de cuarentena más.

La mañana tan productiva como suele serlo un martes: Desayunar, ducharse, hacer la compra, caminar tres kilómetros y medio por la azotea, preparar y freír milanesas para tres días (y algún eventual noctambulismo), comer la ración del día, fregar los platos, y finalmente, comentar las últimas novedades con mis vecinos de abajo, ellos y yo asomados a las ventanas, en diagonal y de arriba a abajo, o abajo a arriba según se mire, puro costumbrismo mediterráneo.

Ahora entrecierro los ojos, y dejo que los párpados se calienten al sol, dándole un toque rojizo a los pensamientos. Lo que queda del café se enfría en la taza, y lo que queda de mí, se repantiga en el sofá, si, hoy toca siesta de salón.
De los hábitos inventados para pasar la reclusión, uno que me gusta especialmente, es el dormir la siesta en lugares y condiciones diferentes. Siestas oscuras o al sol, silenciosas o con música, en la cama, en el sofá en la cheslong, o en el terrado con la esterilla, y que allí donde sea, que sea siesta.

Se ha vuelto a encapotar el cielo, y hay viento de levante, el día gira en la esquina de las cinco de la tarde.
Buen martes con salud, a todos y a todas!

 

Dás de cuarentena. V

Día noveno.

La primavera, como buena fullera, un día reparte soles y al siguiente bastos. O lluvias, que si no se le parecen, no es mi culpa. Hermoso día para quedarse en casa!

Lunes encharcado y gris, te miro desde dentro, y mi taza de café que humea por los dos y mi desterrada respiración, enturbian los cristales. Venga! si tú pones las nubes y la lluvia, yo pongo el vaho, y entre los dos recuperamos el invierno donde habitaron las caricias, los abrazos y las bocas ávidas de contacto y de palabras susurradas al oído. Venga, lunes! juguemos a médicas y enfermeros y curemos al mundo, mientras el lobo no está!
Al escondite, no, a ese no juego más, para qué, si ya estamos todos escondidos y nadie  nos grita, Piedra libre!
Vayamos al puente de Avignon y cantemos, pero no sobre el puente sino debajo, todos juntos, al resguardo de su lomo protector, y a la farolera le levantaremos todas las barreras y la abrazaremos por su luz.

Mientras pienso a ritmo de tecla, el horizonte abre una brecha de luz severa que diluye los juegos de  rodillas sucias, y restos de sueños entre los dientes y nos manda a hacer los deberes. Pongo una lavadora, friego la cocina, paso la aspiradora, eso sí, con cuidado de que con el polvo, no se aspiren los recuerdos chiquitos que deje desparramados anoche en el salón.

Buen martes y buena respiración, a todas, todos.

Días de cuarentena. IV

Día octavo.

Buen domingo, de los de toda la vida, soleado y tibio. 

Un perro que ladra, lejos, y ninguno que le conteste, nadie en la calle, ni un coche en la carretera. Un tren vacío que se detiene en un andén desierto, mientras la megafonía de la estación, impertérrita y bilingüe, informa, a nadie, de los destinos donde no podremos ir. 
El tren que continúa su viaje, el silencio que se reacomoda.

Es como si mi pueblo se hubiese cortado los vientos por la noche, para escapar de su emplazamiento mientras dormíamos, y hoy nos despertásemos a mil kilómetros del sitio poblado más cercano, o por el contrario, puede que fueran el resto de poblaciones quienes escaparon subrepticiamente, dejándonos como un oasis en medio de un gigantesco secano. 

Conforme pasan las horas, que más que pasar, se instalan a tomar el té con pastas, como las queridas tías viejas, que echaremos tanto a faltar, como a Cortázar, la idea de qué habrá mas allá, se abre paso entre los matorrales de un pensamiento desgreñado. Quedarán otros pueblos aislados como nosotros, o seremos los únicos, los últimos? Quizá debiéramos hacer señales de humo o algo así, o arriesgarnos a enviar a un grupo de cuatro voluntarios bien protegidos, y que a un metro de distancia entre ellos, iniciasen una expedición en busca de respuestas. 

“Vía uno, Blanes, tren corto. Blanes, tren Curt, vía ú, tren accessible”. La llegada de otro tren fantasma, esta vez con destino a Blanes, me devuelve real a mi ventana… O hay mas nubes, o son mis pensamientos que se escapan voluntarios a recorrer la Tierra Media, en busca del resto de la civilización.

Buena Salud a todas y todos!

Días de cuarentena. III

Día siete.

Primer día de primavera. Tan soleado, tan sábado, tan solitario. 

Mas lento de lo requerido, será por la incredulidad de nuestro carácter, o no,  pero finalmente las reglas del juego se van imponiendo, y eso se traduce entre otras cosas, en silencio. Un silencio nuevo que lo va envolviendo todo. 
De pronto me doy cuenta que el volumen habitual de la música o de la tele, me molesta, me resulta demasiado alto, y constato, incrédulo, que en general escucho mejor, o menos peor, si se me permite el vulgarismo en tiempos de reclusión.
Eso sí, es una lástima que gracias al mismo silencio que me permite oír mejor, haya poco o nada por oír, pero me contento con oír mejor el silencio, que por algo se empieza.

El buen tiempo tampoco ayuda a sobrellevar el encierro, yo por lo general puedo quedarme horas mirando las nubes por la ventana, y que cuanto más tormentosas, más entretenidas, pero confieso que mirar un bello cielo azul, es estúpidamente aburrido. Pero no me quejo, reconozco muy bien la diferencia entre una cueva, y una cueva con vistas, y la mía las tiene y se las trae, con las vistas, así que me quedo embobado disfrutando de este azul intenso, que se extiende hacia lo alto, por toda la línea de horizonte que sostiene el mar. Hasta que se apaga y me quita el atontamiento. 

Por la noche, con las persianas bajas y las cortinas cerradas, la casa es toda interior y todo vuelve a ser normal. Es la hora habitual de estar en casa, la hora habitual de recogerse aunque llevemos recogidos todo el día, toda la semana, y todas las que vendrán. Pero ahora es la hora de volver a casa. Ayuda salir al rellano con ropa de calle, para volver a entrar, y al fin estar en casa! Después de haber estado en casa todo el día.

Buena salud y buen silencio a todos, todas. Y buen regreso a casa!

Días de cuarentena. II

Día cinco.

Me despierto agitado y empapado de sudor, la cama es un naufragio, las almohadas se ahogan sumergidas por el suelo, la sábana bajera, un remolino que intenta tragarme hasta las profundidades del desconcierto, el edredón, una ola a punto de romper sobre  mi espalda. 

En el pelo enmarañado aun quedan trazas del sueño que me abocó, inexorable, al despertar. Con sumo cuidado para que no se deshagan entre los dedos, las voy quitando una a una para observarlas a contraluz, antes de que se diluyan en el aire… Una ambulancia arrastrada por una cuadrilla de perros San Bernardo, que en vez de sirena, lleva una gran campana de iglesia en el techo, tañida brutalmente por un gladiador. Una madre coraje que blande un grandioso botafumeiro del que surge una espesa niebla, y un rebaño de niños y niñas vestidos con harapos y mascarillas sanitarias, que le siguen en fila india, mientras recitan como un mantra, las tablas de multiplicar.

Una jauría de policías persigue a un repartidor de pizzas. Perros charlando entre sí, mientras sus humanos esperan en silencio a la otra punta de la correa. 

La última esquirla de sueño que recupero, es una sirena que suena como un zumbido de abejas, y que pone fin a la cuarentena. Poco a poco, todos vamos saliendo a la calle, inseguros, temerosos, con los ojos enrojecidos por el encierro, barbas y pelos en general extremadamente largos, unos van en pijamas arrugados, otros en esmoquin impecable, muchos con ropa de invierno, mas con ropa de verano, y algunos pocos van de bañistas, con patas de rana y máscaras de buceo. Nos observamos con desconfianza, balbuceamos sonidos guturales, hacemos gestos tribales, y sin darnos cuenta vamos acompasando nuestras respiraciones en una sola, que respira, y respira, en crescendo, hasta estallar en una ávida e irracional necesidad de respirarnos los unos a los otros, en la cara, en la boca, en el cuerpo todo. Respiraciones largas y lentas, o cortas y agitadas, respiraciones contenidas, intensas, respiraciones de trompetista, o de pompa de jabón. 

Un gran solo de aire que compartimos hasta la intimidad.

Salud y buen aire! A todos, a todas.

Días de cuarentena. I

Día cuatro.

Confinado a este lado de las ventanas, cuento las olas, las gaviotas… y los perros, que han tomado la playa por derecho propio. 

Organizo el aburrimiento, lo distribuyo entre las horas e invento nuevos hábitos que lo despisten, aunque me guardo una franja de tiempo para dedicarme en cuerpo y alma a aburrirme, desenfrenadamente, casi lujuriosamente. Luego, para la hora mágica del atardecer me reservo el paseo por la azotea recorriendo concienzudamente el perímetro completo del edificio hasta sentir que se me cansa la cordura, entonces disfruto de las vistas. Mar de  mar, al frente, y mar de tejados y azoteas que bajan de montaña, por detrás. 

Cuando toca, me pertrecho con lo que tengo y puedo, y salgo feliz, camino del supermercado, a tres calles casi desiertas, de mi casa. Camino lento, disfrutando en cada paso la magia de desplazarse. Poco reparamos en la belleza del concepto ir de A a B, independientemente de la belleza de A o de B. Durante el trayecto, charlas barrieras cortas con alguna vecina, algún vecino, eso sí, a la distancia equidistante entre el contagio y la sordera. La compra discurre, entre lo que hay y lo que quiero, por no mencionar lo que no debo. 

Retomo el camino como quien va, y sin volver sobre mis pasos, regreso a casa, al lado protector de las ventanas.

Salud, a todas y todos!