Día catorce.
Dos semanas. No se ve tierra por ningún lado, ni a proa ni a popa, ni a babor ni estribor, solo este mar de incertidumbre que nos rodea, nos sacude, y hace crujir al mundo, como a la barca el océano.
La brújula interna gira enloquecida: Negación, ira, negociación, depresión, aceptación. Sin instrumentos de precisión que me den certeza, recurro a los patrones de conducta conocidos, y entonces diría que estoy negando la depresión al negociar la aceptación de la ira.
Afuera, calma chicha. Un perro pasea mansamente por la arena, mientras su acompañante, le espera, confinado a este lado de las bandas municipales que vallan el acceso a la playa. El cielo, después del gris invierno de ayer, vuelve a pintarse de azul, pero sin la alegría de Domenico Modugno. Por contra, constato que los helicópteros que cruzan por mi ventana, ya no son azul policial, sino verde militar…
Eso no es bueno, pienso.
Parece que la alarma se acerca peligrosamente al sitio, hablando de estados, claro.
Maldita sea aquella consigna, “Paren el mundo que me quiero bajar”. Ojalá que ahora que el mundo se ha parado, no se baje ni dios, a no ser que sea por voluntad propia, claro está.
Hasta juraría haber escuchado un cántico burlón, apenas audible, pero constante y machacón, que como un sonsonete nos persigue a todos y todas, “pasará, pasará… pero el último quedará”.
Buena salud y buena confitura, a todas y a todos.