De la ferocidad de las hormigas rojas. III

Titanic.
La casa de mis abuelos -la casa de las maravillas y las soledades- donde viví mi infancia debía tener entre 250 o 300 metros cuadrados, aunque en mi memoria, se multiplican sus luces y sus sombras hasta la desmesura.
Era un octavo piso en la Avenida frente al Parque. Un largo balcón con balaustrada de cemento lo cercaba de punta a punta, girando en la esquina y adentrándose en la calle transversal donde estaba mi habitación, frente a las azoteas del Teatro Nacional. Todas las estancias principales, así como los dormitorios, daban al balcón único a través de puertas dobles de madera y cristal. Las persianas, dobles también, eran de hierro con celosías graduables.
En las noches festivas de verano, con todas las luces encendidas, todas las puertas del balcón abiertas de par en par, abocando los secretos de interior a la noche toda, con las cortinas de voile ondeando, la casa era mi íntimo transatlántico, surcando la ciudad por los cielos mas allá del parque, mas allá de toda zozobra.

Sobre el uso excesivo de los verbos vergonzantes y sus posibles efectos secundarios.

Huir.
De todo o de nada, da igual. Huir por sistema, huir como meta, así, en infinitivo, esa acción que transcurre en las costuras del tiempo, sin principio, conclusión, premio o castigo.
Huir hacia adelante, porque hacia atrás no te dejan. Huir de la escuela, de las siestas, del sueño, huir de la vida que te espera o no te espera y se fue con otro. Huir de las bodas y los funerales, especialmente de los propios, en ambos casos. Huir del dolor.
Huir del amor, perseguido por el deseo, huir del deseo persiguiendo al amor. Irrumpir en el futuro huyendo del pasado sin pasar por el presente en el que estamos huyendo.
Huir del barrio, de la ciudad, del país, del continente, y algún día, huir del planeta.
Hasta envejecer.
Entonces, sí, detenerse y quedarse quieto para dejar que sea el mundo el que huya.

Elogio de la vejez.

Que fue de la venerable y respetada vejez que nos esperaba luego de una dura vida de lucha y esfuerzo?
Descatalogada, fuera de stock. Ahora lo que se lleva es el ser joven para siempre.
Mente joven y espíritu joven, y no importa que estemos decrépitos, siempre nos podremos rejuvenecer, implantar, cortar, estirar, modelar, como en la peluquería. Reciclar la mente, planchar el alma y teñir el espíritu. Lo que haga falta para seguir siendo jóvenes hasta la eternidad que nos parió!
Para ti no pasan los años! Pareces mucho mas joven que cuando eras joven! Tiene noventa, y sigue siendo tan joven!
Por el contrario, la vejez, antaño imbuida de sabiduría, experiencia, nobleza, ha pasado a ser sinónimo de fracaso, abandono, desinterés, desidia. En definitiva, hoy la vejez no es una edad, sino una conducta, una mala conducta a combatir.
Que seas creativo a los veinte o a los ochenta, no tiene nada que ver con la juventud, sino con tu capacidad creativa, digo yo, vaya, y cuesta lo que cuesta.
Por otro lado, los viejos nos quejamos desde siempre, o sea, desde que éramos jóvenes, del desinterés de los mismos, por todo todito todo, pero si a los setenta y ocho comienzas una carrera universitaria, es porque tienes el espíritu joven? Anda ya!
He conocido y conozco, viejos y viejas hermosos, hermosas, no por mantenerse jóvenes, sino por haber vivido intensamente, rabiosamente. Así se han gastado, curtido, encorvado, y desconectado, con toda la fiereza de la vida tatuada en la piel. Si nos gusta gastar los zapatos, porque no nos va a gustar gastar la vida para que sea mas cómoda?
Y si el fragor de la travesía nos come el cerebro, que el viaje lo valga, me grita el alemán!
Hasta aquí, el cabreo, ahora medio pensamiento. Sería demasiado ingenuo no interpretar esta veneración a todo lo joven como un reflejo mas de los nuevos paradigmas de esta era digital, sincrónica, y regida por una economía neoliberal furiosa. Sí hemos prescindido de los atributos adjudicados a la vejez, como el valor de la memoria, de la experiencia, de la sabiduría, también prescindimos de la necesidad de concreción, de definición personal y de definición del propio espacio, es decir, de nuestro lugar en el mundo, propios de la edad adulta.
“Cambia tu vida a los veinte, a los treinta, a los cuarenta, a los cincuenta, a los sesenta, a los ochenta…” Esta retahíla, tanto puede ser una bella definición de libertad y juventud, como el prepararnos para la precariedad como forma de vida. Es lo que viene, cambiar de trabajo, de casa, de ciudad, de vida, hasta que muramos de juventud.
Yo, si me lo permiten, prefiero envejecerme encima, que en diferido, eso de envejecer el cuerpo pero no la mente me rechina los dientes, y si ademas se menta el espíritu, hago cortocircuito!

Playa nocturna.

Una luna que quiere ser llena pero no llega, ilumina el lomo erizado de la mar dormida. Una brisa tibia que sopla de sureste entrecruza las conversaciones de las mesas vecinas sobre la arena quieta. Tres niños se han subido a la torreta del salvavidas y otean en la oscuridad el porvenir, allá lejos, donde aún existe un futuro. Otros, menos crédulos, hacen cabriolas en la arena y un perro los imita.
Un par de bañistas séniors salen de la oscuridad chorreando felicidad, una pareja baila sin música una lenta, y es tan intenso su deseo que al roce de sus cuerpos manchados de sal y arena parecen sonar los boleros de Lucho Gatica.
Como un Samurai blande su katana, un pescador empuña su caña y lanza su anzuelo mas allá de toda esperanza.
Una familia musulmana al completo sentada en corro, rodean una mesa inexistente, en su lugar, en la arena, han puesto una tela amplia estampada, a modo de mantel, y encima entre pequeños vasos y platos, un hornillo que calienta el agua para el te con menta.
Es viernes, es julio, es el mediterráneo.

Sin memoria ni olvido.

A este lado del sueño -encerrado ya el mar detrás de las persianas- en esas horas en que no se distingue ida de vuelta, ni tarde de temprano, mastico en seco la pregunta de cómo diablos he llegado yo hasta aquí?
Arde la memoria tanto como la madrugada, mientras dibujo con el tejo de este corazón arrugado, trazos del mosaico de una rayuela descolorida, sin tierra ni cielo ni Julio. Una rayuela que no llegó a París porque tiró el ancla a este lado de los Pirineos.
Cuando el alma tenía dientes para morder, había mundo por comer, y piernas para huir, corrí sin parar. Atrás dejé un ancho río, atravesé un océano, crucé el territorio de esta península por carreteras y líneas férreas, hasta el extremo en que sin darte cuenta cambias la lengua, claro que eso fue fácil, porque ya la tenía afuera de tanto correr.
Me gustó como volvían a sonar las cosas, pero aún más las cosas que pasaban, así que me quedé, conjugando palabras nuevas para los viejos conceptos. Viví desde la pura rabia hasta la perplejidad que te entumece con los años. Envejecí de costado y sin saber, ya siempre en este otro mar, en este otro cielo, en esta otra orilla que tanto la surca el mar como el tren, y la cose a navajazos la carretera.
Mas allá el sur. Al que no siempre se vuelve.