Titanic.
La casa de mis abuelos -la casa de las maravillas y las soledades- donde viví mi infancia debía tener entre 250 o 300 metros cuadrados, aunque en mi memoria, se multiplican sus luces y sus sombras hasta la desmesura.
Era un octavo piso en la Avenida frente al Parque. Un largo balcón con balaustrada de cemento lo cercaba de punta a punta, girando en la esquina y adentrándose en la calle transversal donde estaba mi habitación, frente a las azoteas del Teatro Nacional. Todas las estancias principales, así como los dormitorios, daban al balcón único a través de puertas dobles de madera y cristal. Las persianas, dobles también, eran de hierro con celosías graduables.
En las noches festivas de verano, con todas las luces encendidas, todas las puertas del balcón abiertas de par en par, abocando los secretos de interior a la noche toda, con las cortinas de voile ondeando, la casa era mi íntimo transatlántico, surcando la ciudad por los cielos mas allá del parque, mas allá de toda zozobra.