Diario de un jubilado.

(Instrucciones para mirar el mundo)

Dejar el bastón en casa y como si de la vieja red se tratase, salir cámara en mano para -en vez de mariposas- cazar instantes, luces, sombras.
Mirar lo cotidiano con un ojo que ve más de lo que se deja ver. Intuir el acto antes de que lo sea, o intentarlo una y mil veces, hasta que la ley de las probabilidades juegue de tu lado.
Perder la paciencia esperando a ese pájaro que no llega, que no llega, que no llega.
Deambular siguiendo la intuición, esa delicada amante del azar, esperando un beso, un salto, un ala abierta, una ola que rompe, una cortina que baila. Una puerta de ladrillos que se abre.
Soñar con capturar los minutos cuando se convierten en horas y estallan en el aire miles de brillantes segundos, y hacerlo justo antes de que se apaguen, antes de que caigan al suelo como una lluvia de nieve sucia y ceniza.
Caminar, agacharse, colgarse, esperar.
Esperar a recobrar el aliento después de caminar, agacharse y colgarse. Esperar a que alguien acabe de pasar o a que alguien acabe por pasar.
Esperar a que ocurra ese acto fortuito que vuelve único lo cotidiano, o descubrir que siempre estuvo ahí, en el encuadre.
Esperar a que un gato mire y se ría.

Al volver a casa, con mucho cuidado, abrir el frasco de las imágenes capturadas y separar las casi y las pudo ser, de las movidas y las desenfocadas, y comprobar si entre unas y otras se ha posado una Greta oto.
Greta oto es una de las más bellas mariposas. Con alas transparentes de cristal para ver el mundo a través.

El efecto caracol.

De puertas adentro, largos son los pasillos, pasajes y corredores concéntricos, que no conducen a parte alguna pero permiten, sin embargo, mover el alma sin rasgarla, y a pesar de que las horas de interior son mas largas, escuecen menos que las horas vividas en las convulsas orillas de la piel.
Arrastro, no mis pasos sino mi sombra, por el filo de la oscuridad que me difumina, recogiendo ecos de voces, destellos.
Mientras afuera un sol de invierno me entibia la nariz y el aire del mar me sala la memoria.
Y mis huellas en la arena dan fe de los pasos que voy dando.

Hábitos.

Amanecer en domingo con la vida vivida y la cama por hacer. Atravesar de puntillas los primeros minutos, enmarañados aún con los sueños y sus mareas. Ver crecer la luz como musgo que atrapa y repinta los cuadros de las paredes.
En el claroscuro de interior ver resaltar por contraste el contorno de una soledad avejentada y rencorosa que ya solo acecha con nocturnidad pero sin alevosía.
Con el sol, las hornallas y el agua caliente de la ducha, la casa recupera su latido templado y despierta, y su respirar acompaña al café, al pan recién tostado untado de bosque, de la mora de zarza de la mermelada.
Retirar con minuciosidad arqueológica las cenizas de la chimenea buscando algún rescoldo rezagado, recargar la leñera del fuego que será, y dar el día por comenzado.

Hoja en blanco.

Ojalá se pudiera llamar perdido a lo nunca encontrado y en la magia de los duelos dar contorno al vacío, hacer presente la ausencia hasta desvanecerla.
Pero lo desconocido seguirá escondido, allí. Siempre delante o siempre detrás de nuestra zozobra.
Es el paso no dado, el dado no tirado o el tiro que no acierta ni da el paso.
Inútil es el recuento de intenciones, inútil el plañir, inútiles los mapas arcanos.
No hay trazo preconcebido para acceder al territorio donde ni el sí, ni el no y solo el tal vez.
Donde la piedra copie a la iguana.

Las rutinas.

 

En mi torpeza cotidiana pierdo mis pasos en el diario deambular por los hábitos y sus encrucijadas. Me siguen el rastro mi mala memoria y algunos versos insospechados.
Hay un mar, hay un cielo y estas ganas inmensas de no se sabe qué.
Hay los años vividos y también los años perdidos, hay el azar y la mala suerte, hay el color de la vida y el blanco y negro de los recuerdos.
Nocturnamente crecen los rincones por todos los rincones, y el día es el laberinto del que no se escapa.
Solo el recurso de la arena bajo los pies me devuelve al planeta, y es con agua salada que riego mis alegrías.
Y es bajo este sol frío de invierno que se calienta este lagarto.

Diario de un jubilado.

Despertarse de martes antes de que amanezca, encender el día como quien enciende el fuego de las hornallas, mientras escuchas un jazz calentito y humeante la cafetera repica a ritmo de George Lewis y las tostadas saltan a toque de clarinete. Tomar el café viendo la salida del sol entre las costuras del mar, a través del cristal invernal de las ventanas. Respirar con la calma de una vida hecha, abrir el periódico, lupas de por medio para una vista cansada, y después de tragar tres titulares untados de mermelada, exclamar:
Esto se va al carajo, amigos!!