De la ferocidad de las hormigas rojas II

Yo fui niño de ciudad, para mi, la diferencia entre el campo y la ciudad, eran, a saber, tres. La primera, por evidente, que en las ciudades las calles tenían asfalto y en el campo, no. La segunda, pero mas importante, los bichos; según lo lejos de la ciudad que estuviese el campo en cuestión, eran mas grandes, mas raros, y daban mas miedo. Y por último, que el paisaje consistía en cambiar los edificios por árboles o montañas; o por árboles y montañas; con o sin agua. El agua debía ser río o riachuelo, lago o laguna, porque si era mar, entonces el campo era playa.
Si había montañas era territorio vaquero, si árboles, el bosque de Robin Hood. Y si había de todo, entonces, era la jungla de Tarzán.
Con esa ecuación clara y mis botas de vaquero de niño de ciudad, viajé por primera vez, tierra adentro, campo afuera, al territorio de mis antepasados, situado en la frontera noroeste del país, al pie de la gran cordillera.
Veranos de mas de cuarenta grados a la sombra, y noches a la intemperie, que te congelan el alma. Una geografía dura, árida, y fascinante.
Montaña y desierto, acequias, viñedos, olivares, y cielos como océanos.

Ya en el trayecto desde la estación de tren a la hacienda, en un camión destartalado, supe del incierto, al contemplar como todo mi conocimiento se convertía en papel mojado. Azorado, asustado, indefenso, y sin dar crédito a lo que veía a través de una nube de polvo. Había que volver a empezar desde el principio.
Entonces solo tuve ojos para maravillarme, corazón para espantarme, y palabras para asimilar.
En medio de ese universo desbordante, hice conocimiento con un nuevo tipo de bichos: las alimañas, y debí conjugar un nuevo concepto de animal: salvaje.

Mas incrédulo que sorprendido, quedé al comprobar que mis hormigas negras también estaban allí, y que eran capaces de sobrevivir en este caos animal, vegetal y mineral que amenazaba con comerme, picarme, aplastarme o tragarme! Pero ahí estaban ellas, con sus inquebrantables filas de obreras, transportando desde alimentos hasta materiales de construcción, soportando, heroicas, el ataque de sus acérrimas enemigas, las hormigas rojas, a las que se les unían ahora, infinidad de otros bichos difíciles de clasificar, pero fáciles de temer.
Pero si ellas eran capaces de adaptarse, yo tenía una posibilidad. Ese fue el segundo soplo de valor que respiré. El primero y determinante me lo dio un bulldog baboso, de mal carácter y pulgas malas, y colmillos como colmillos, que ante la sorpresa general, me adoptó al poner el primer pié en la finca, se me lanzó al otro, me tumbó, se subió en mi pecho y me inundó de babas amistosas. Quizá, salvaguardar a ese niño asustado, remilgado, engominado, gafotas y urbanita, le resultara algo así como una prueba iniciática canina, al estilo indio, para ascender en su próxima vida perra, pero desde ese momento supe que tenía un amigo. Con él compartí la carne que robaba de mi propio plato en las comidas, las pulgas, las garrapatas, que encontraron en la sombra protectora detras de mis orejas, la llanura donde engordar como vacas gordas. Compartimos horas de siesta, jugando entre matorrales, con las hormigas negras. Yo creaba puentes y caminos, diques, él, con sus babas, lagos y torrentes. Finalmente quedábamos los dos, estirados panza abajo, con los mentones clavados en la tierra, mirando hipnotizados, la fila de hormigas pasar, literalmente, frente a nuestras narices; una altura que nos aproximaba a su universo. El fue mi protector, mi guía, en ese viaje fantástico a las entrañas vivas y reales de una enciclopedia de ciencias naturales.
Él me enseñó a resoplar, la vida me dio después los motivos. Con los años las hormigas rojas se comieron su nombre, pero nunca su presencia. Feo y malcarado, como un buen amigo.

De la ferocidad de las hormigas rojas.

Afuera, blanco impío el calor. Adentro, blanco silencio el mantel. Umbrosa, amplia, alta, la estancia. Las cortinas ondulan las sombras. El suelo es de tierra apisonada y alfombras, entonces están las alpargatas, o los pies descalzos, y con los pies, aparecen los vestidos amplios y ligeros de las mujeres, y las camisas abiertas y sudorosas de los hombres, los pantalones arremangados.
No hay rostros, se los come el difuminado. Apenas ráfagas de un mundo visto desde la altura de un niño, siempre mas cerca de las perneras y las faldas, que de los rostros. Esa altura, donde los detalles de los tejidos se convierten en mapas. Para encontrar tesoros, o para descifrar secretos signos de identidad.
Mi memoria es una fila de hormigas negras obreras, atacadas por infinidad de diminutas hormigas rojas. El sol me calienta la nuca y el calor de las piedras me cuece las rodillas. Dentro todo es silencio. Afuera, el griterío de los bichos. Es la hora de la siesta, hace cincuenta y cinco años. Estamos con mi hermano en una estancia del caserón, convertida en galpón, a la que se accede con una escalera a una ventana alta, dentro, un océano de sandías, un cuchillo robado de la cocina y un atracón de náufragos a cuarenta grados a la sombra.
Es una tierra caliente, ni una mala memoria como la mía, la enfría, y una candela encendida con la ventana abierta, se convierte en una habitación tapizada con la seda negra de mil mariposas de la noche, para acabar durmiendo bajo las estrellas, y sentir el peso del universo.
Es la tierra de mis antepasados. Solo la visité dos veces, entre los siete y los nueve años, pero aún hoy me soplan sus vientos. Ráfagas de memorias perdidas. Mientras, con piedras y ramitas construyo una protección para la fila de hormigas negras obreras, pero no me acerco demasiado. Las hormigas rojas son peligrosas.