Diario de un jubilado.

(Instrucciones para mirar el mundo)

Dejar el bastón en casa y como si de la vieja red se tratase, salir cámara en mano para -en vez de mariposas- cazar instantes, luces, sombras.
Mirar lo cotidiano con un ojo que ve más de lo que se deja ver. Intuir el acto antes de que lo sea, o intentarlo una y mil veces, hasta que la ley de las probabilidades juegue de tu lado.
Perder la paciencia esperando a ese pájaro que no llega, que no llega, que no llega.
Deambular siguiendo la intuición, esa delicada amante del azar, esperando un beso, un salto, un ala abierta, una ola que rompe, una cortina que baila. Una puerta de ladrillos que se abre.
Soñar con capturar los minutos cuando se convierten en horas y estallan en el aire miles de brillantes segundos, y hacerlo justo antes de que se apaguen, antes de que caigan al suelo como una lluvia de nieve sucia y ceniza.
Caminar, agacharse, colgarse, esperar.
Esperar a recobrar el aliento después de caminar, agacharse y colgarse. Esperar a que alguien acabe de pasar o a que alguien acabe por pasar.
Esperar a que ocurra ese acto fortuito que vuelve único lo cotidiano, o descubrir que siempre estuvo ahí, en el encuadre.
Esperar a que un gato mire y se ría.

Al volver a casa, con mucho cuidado, abrir el frasco de las imágenes capturadas y separar las casi y las pudo ser, de las movidas y las desenfocadas, y comprobar si entre unas y otras se ha posado una Greta oto.
Greta oto es una de las más bellas mariposas. Con alas transparentes de cristal para ver el mundo a través.

Cromos V: Desenfunda!

Leandro iba a colegio de curas caros y yo a la escuela pública. Nuestra amistad era de rellano y ascensor, no de patio y pupitre, y nuestro territorio, la plaza.
Lectores insaciables de historietas, El llanero solitario, Roy Rogers, Red Rider o Hopalong Cassidy eran nuestros héroes del viejo oeste, de sus cómics sacábamos los guiones para nuestro propio far west, y también las frases eternas para las muertes heroicas.
Lo más difícil era imitar los disparos y el silbido de las balas rebotando entre las rocas de las montañas, llevaba mucho tiempo de ensayo y repetición. Saber imitar los sonidos de las pistolas y los rifles winchester era condición para ser aceptado en el juego si eras forastero y pedías entrar. Los que al disparar gritaban Bang! quedaban descartados.
Luego estaba la producción, las cartucheras, pistolas, sombreros, todo lo menos «de juguete» posible. Ayudaba mucho si tenías botas y pantalones vaqueros, pero eso no era tan evidente en aquellos años. Y por último, lo más importante, la actuación. Caminar como un vaquero, desenfundar, matar o morir, como en las películas, que para eso estaban los domingos y la sesiones continuas de hasta tres westerns tres. Y para salir corriendo del cine -cuando ya había oscurecido- cabalgando como John Wayne, y no dando saltitos de idiota. Y otra vez la banda sonora, ahora para los cascos galopadores sobre la tierra seca del desierto de Arizona.
Jugar a vaqueros era un arte, sin duda, y no todos tenían las cualidades para jugarlo, resultaba fatal, por ejemplo, que dada la pertinaz reticencia a darse por muerto -después de un certero y bien sonado disparo- de la que hacían gala algunos pésimos vaqueros, tuvieras que gritar: “Te maté” para que el contrincante, a regañadientes, muriese y se retirase.
Cuantas veces morí en brazos de Leandro y él en los míos! Y de todas nuestras últimas palabras, me quedo con: “Cuida de Katy por mí”. Una regla no dicha daba derecho a ser el amor de Katy solo si morías, para moribundo entregársela al colega vivo. Y eso que por aquel entonces no conocíamos el dicho: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”

Anoche al revisar las fotos que había sacado por la mañana, me pareció ver la figura de Hopalong Cassidy en pleno duelo, en un rincón de un parque del pueblo.

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Cromos IV: Árboles

a Cosimo Piovasco

Leandro y yo éramos más de juegos de saloon que de pateapelotas. Lo nuestro iba de indios y vaqueros. Nosotros los vaqueros, y el indio, el Piedra, el hermano menor de Leandro, a quién teníamos que arrastrar allí donde fuésemos, como a una tal que su apodo. Piedra por lo pesado y piedra por lo duro, encajador nato que nos doblaba en valentía. A él le tocaba perder y lo hacía con una gallardía envidiable.
Pero los árboles eran para nosotros un tema aparte.
Los árboles son para subirlos, es así, esa era la regla primera, la segunda, el Piedra, por retaco, no nos puede seguir. La tercera regla, lo que se dice en los árboles, en los árboles se queda.
Acomodados entre sus ramas nunca nos colocábamos frente a frente, lo hacíamos de lado o directamente espalda contra espalda, de esa manera vencíamos los últimos reparos a hablar sin tapujos. Así supe de sus terrores nocturnos y él de mis pánicos diurnos.
En las alturas entramadas vencíamos cualquier cobardía, desconocíamos los peligros de la gravedad. Raspones, cortes y astillas, eran medallas al valor y la osadía.
Todo árbol tiene una escalera secreta que hay que saber descubrir entre los innumerables falsos escalones que te envían directo a tierra con un yeso en el brazo o en la pierna, como poco.
Fue una mañana de domingo, el Piedra jugaba a la guerra de soldaditos entre las raíces de un magnífico tipuana, al que Leandro y yo habíamos trepado. Allí en la intimidad del ramaje, sentados a horcajadas sobre unas gruesas ramas casi en paralelo, me animé a hablar de Rosita, su prima, de esa manera que tenía de mirarme que me dejaba sin aliento, Leandro pegó un respingo furioso y de un salto se lanzó a trepar hasta la copa, sin visualizar antes la escalera. No lo consiguió. Mientras caía intentando aferrarse a las ramas que pasaban de largo a su lado, llegó a gritar: Rosita es para mí! Lo siguiente fue aterrizar sobre el Piedra, que estaba a cuatro patas desplegando el ataque al cuartel general del enemigo.
El yeso fue para el Piedra, los moretones y magulladuras para Leandro, y para mí la culpa.
En el siguiente árbol, unas semanas después, hicimos las paces y nos prometimos renunciar a ella por nuestra amistad. Lo que no nos dijimos fue la verdad, que con Rosita nunca tuvimos la mínima chance, ella solo tenía ojos para un pateapelotas del curso superior.

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Cromos III: El viejo caserón

No era algo, era alguien. Esa fue la conclusión a la que llegamos mi amigo Leandro y yo.
Cada vez que pasábamos por delante, resultaba evidente que nos observaba tanto como nosotros a él. Las persianas de hoja de madera de la planta superior, estaban siempre entornadas, y el portal de entrada cerrado a cal y canto. Pero cada tarde, cuando oscurecía, una luz mortecina se dejaba ver a través de las celosías de las ventanas. Nada más, nunca vimos entrar ni salir a nadie.
En las aburridas tardes de invierno o en el verano, cuando las mañanas andaban sueltas, hacíamos guardia escondidos detrás del buzón de la esquina, al costado del kiosco de revistas, donde aprovechábamos a comprar las revistas mexicanas, el cómic por excelencia de aquellos años, en aquellos sures. Si comprábamos dos, el kiosquero nos dejaba leer allí mismo a pié de buzón, una tercera.
Pero nosotros teníamos una misión, descubrir algún indicio, alguna señal de vida en el interior, algún signo de que la casa estaba habitada, así que nos turnábamos entre la lectura y la vigilancia, para lo cual contábamos con los prismáticos de ir al hipódromo, del padre de Leandro. Pero nunca ocurrió nada. Nadie entró, nadie salió, e invariablemente al atardecer se encendía una luz mínima en el interior.
Lo que comenzó como un juego, acabó siendo una obcecación. Recorrimos la calle preguntando en los comercios, a los vecinos que se dejaron abordar y al cartero. O no sabían nada o creían que estaba deshabitada.
No somos tan críos como para creer en fantasmas nos dijimos, y preferimos pensar que el viejo caserón estaba vivo. Desde ese momento, especialmente cuando anochecía, evitamos volver a pasar por ese tramo de la calle.

Cromos II: El pasadizo secreto

Mi primer pasadizo secreto lo encontré un verano -hará unos sesenta y dos años- entre los arbustos que cercaban el jardín de la casa donde veraneábamos. A través de un resquicio por donde un perro grande podía pasar a rastras, se podía llegar hasta al terreno trasero, una parcela abandonada donde crecían maleza y malas hierbas en abundancia, y más allá los restos de lo que fuera un chalet, medio derruido. Cada tarde a la hora de la siesta me introducía en el pasadizo, pero no lo traspasaba totalmente, me quedaba quieto junto a la salida observando los posibles e interminables peligros a los que me arriesgaba si daba ese paso. Así se me pasó todo el verano y nunca llegué a juntar el valor para adentrarme en aquel territorio salvaje que prometía mil aventuras. Durante el invierno me juré que el próximo verano… En ese curso en la escuela, tuve mi primer ojo morado y salí vencedor, aunque no ganador.
Sin prisas llegó el verano y supe que el momento había llegado, estaba preparado, ya tenía siete años.
Llegamos de noche y después de una cena improvisada, nos fuimos a dormir, aunque yo no pude conciliar el sueño.
El día despuntó sin una nube en el cielo, sin embargo al salir al porche un rayo me fulminó.
Ya no existía la cerca de arbustos, en su lugar habían levantado un vallado de ladrillos que delimitaba todo el terreno de la casa.

Cromos I: Quiero la luna!

Hoy atrapé la luna!
Lo dijo el niño mientras la miraba al trasluz de una botella vacía, pero al pasármela para que yo la viese, la luna quedó fuera del eclipse de cristal. El niño resopló y me regañó: Ya la has dejado escapar, ahora tú la pillas! Y se fue corriendo en un caballo tan real como se puede imaginar un caballo.
Hoy, tantos años después saqué esta foto, y me dieron ganas de gritar:
Oye, niño, hoy atrapé la luna!

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Días de cuarentena. XXXIII

Día cincuenta.

Sin haber terminado, se acabó.

Ayer fue el primer día con permiso de una hora de salida para caminar o hacer deporte. Nuevamente la playa fue una fiesta.

Desde mi ventana, los caminantes no dejaban de pasar. Edad, distanciamiento físico, mascarillas y guantes, son la nueva seña de identidad de un mundo que ya no es igual, aunque la alegría compartida de todos eclipsara toda evidencia.

Entre tanto runner, los efectivos de las tres policías -la local, la autonómica, y la tristemente célebre, guardia civil- que desde ahora nos vigilan, pasaban desapercibidos pero allí estaban y allí estarán.

Yo aun no he salido, mis bronquios prefieren esperar hasta el lunes, a ver si baja el flujo de tanto Forrest Gump. De todas maneras yo siempre preferí La soledad del corredor de fondo, aquel conmovedor film de Tony Richardson.

Aunque estamos en la fase cero de una desescalada que contempla cuatro fases, pero que en realidad son cinco, ya que incorpora la cero como la fase de inicio -Y un Óscar para el responsable de diseñar la estrategia de comunicación del gobierno!- A pesar de ello: Amigos, la cuarentena ha terminado. Y un halo de mal fario me estremece al recordar el “Españoles, Franco ha muerto” de Carlos Arias Navarro. Y es que siguió muriéndose durante cuarenta y cinco años, y hoy está mas vivo que nunca.
Pero sí, este confinamiento con teletrabajo y salidas diarias de una hora para pasear, hacer gimnasia y tomar el sol caminando, se parece más a la nueva normalidad que al confinamiento confinado.

Por esto pongo punto final a este diario de cuarentena, que aunque no llegó a los cincuenta y cinco días, como los de Pekín, del épico Nicholas Ray, ha durado lo que ha durado y no es poco.
Me ha acompañado a través de vuestra lectura durante todo este tiempo recluido y lo ha hecho más soportable. Ojalá que os haya hecho compañía en vuestros encierros.

A partir de hoy vuelvo a mis otros escritos, mis crónicas de todo y nada, mis postales desde este paralelo y este meridiano donde envejezco como una forma de crecer.

Os deseo a todos y todas, vida por delante y libertad para vivirla.

Días de cuarentena. XXXII

Día cuarenta y ocho.

Hay medio mundo esperando con una flor en la mano, y la otra mitad del mundo por esa flor esperando…” Ahí es nada, Facundo Cabral.

Feliz día de los trabajadores y las trabajadoras!

Aunque me temo que hayamos pasado del puño cerrado y combativo que exigía sus derechos a la mano extendida y temblorosa que suplica limosna por caridad. Apañados vamos.

Dice la prensa que dice el presidente, que cuando acabe la cuarta fase de la desescalada del estado de alarma, entraremos en la nueva normalidad, y la espina dorsal se me hiela.
Cambian las reglas del mundo, pero no desde la perspectiva de la acción y el pensamiento de los movimientos sociales, sino como consecuencia de la interacción de un virus y su logaritmo.
Triste viaje el de mi generación que hemos pasado de soñar la construcción del hombre nuevo a ser los usuarios de la nueva normalidad.
Cambiarán los hábitos sociales, las condiciones laborales y se recortarán libertades, esto viene de fábrica. Luego cada gobierno redondeará los detalles según ante quién responda, que por supuesto, nunca somos nosotros.

Maldita kryptonita!
Supermán era invulnerable y en consecuencia, toda la humanidad por contraposición, vulnerable, era el precio a pagar por su protección. Pero cuando descubrimos que Supermán solo era un yonki de los esteroides nos quedamos solos, desprotegidos. Aun así la humanidad valiente, abandonó la casilla de la vulnerabilidad. Pero no en bloque y cantando: No pasarán! Sino que hizo lo que pudo para salvar su culo, y para ello dejó a unos cuantos rezagados y rezagadas, sea por exceso de vida, o por falta de salud, para que seamos los nuevos vulnerables.

I soliti ignoti.
Pero creedme que para el algoritmo Zip y el virus Zape, un punto vulnerable es al mismo tiempo un punto de peligro, porque es por donde se puede producir el contagio, y pueblerinamente eso me mosquea muy mucho.
Me temo que pasaremos de ser los sujetos a proteger, a los indeseables y peligrosos de los que toca protegerse, y acabemos en confinamiento permanente sin derecho al tercer grado como el gran Totó en el inolvidable film de Mario Monicelli.

Per hoy es uno de mayo y voy a celebrarlo con unas milanesas sindicalistas y obreras, y su clandestino puré de patatas. Nos ha jodido mayo con las flores!

Buen salario a todas, a todos.

Días de cuarentena. XXXI

Día cuarenta y siete.

Díselo a otro.

Teniendo en cuenta que mañana es primero de mayo y que el día dos es el primer día en que se puede salir a caminar, cambio el día de hacer la compra y bajo hoy por miedo a las previsibles aglomeraciones.

En la tienda, se me cae el alma al suelo a riesgo de contagio, cuando veo a un par de ancianos muy mayores, comprando sin guantes, sin mascarilla, y tocando uno a uno los productos, desamparados, entregados a un destino que se podría evitar.
Es que lo hacen fatal! suelta una señora que pasa apartando a los viejos a golpe de carrito.
Qué!? Quién!? Le pregunto a través del interfono de mi mascarilla, pero no me oye o no me quiere oír y sigue su compra en dirección opuesta. En la caja, un señor raja contra todas las medidas aplicadas y también contra las contrarias por si acaso. Culpa del gobierno! remata a lo torero y se va dando el paseíllo.
Cual!? Grito mientras descargo mi botín en el mostrador de la cajera, que con infinita paciencia por mi torpeza con los guantes de cocina, me ayuda a poner los artículos en la bolsa.
Cual!? repito solo, porque el hombre ya se ha ido y la cajera está atendiendo a otro cliente.

Al llegar a casa, y después de reponer laboriosamente nevera y despensa, cometo el error de sentarme a leer el diario. El error es leerlo, no sentarme, aclaro.

Que mal que lo hacen los otros!
Es increíble, no aciertan una ni por casualidad! Además, son tontos, cínicos, malos y feos.
Improvisan, se contradicen, avasallan, mienten y hasta escupen!

Si nosotros tomásemos las decisiones cuanta diferencia que habría!
Lo haríamos muchísimo mejor, sin duda, pero si no acertáramos con la buena decisión, entonces tendríamos un montón de razones válidas, honestas y hasta poéticas para nuestro fracaso, que no se podría comparar de ninguna manera con el suyo, que es de cuarta.
Y esto no ocurre solamente aquí, sea cual sea este lugar, también ocurre allí, allá y acullá, sitio este último, que ya solo nombramos los viejos.

El problema es que para nuestros otros, los otros somos nosotros y lo mismo os pasará a vosotros con ellos, y a aquellos con los de mas allá.
O sea que al final resultará que los otros somos todos. Cágate lorito!

Nos gusta decir, por corrección ideológica, que no estamos todos en el mismo barco, que estamos en el mismo mar. Unos en yate, otros en bote, y otros flotando como pueden.
Yo prefiero pensar que sí que estamos en el mismo barco, pero unos en camarote doble con acceso a piscina y restaurante vip, otros en segunda, otros en tercera en camarotes compartidos, muchos otros en cubierta, a la intemperie, y finalmente, los pobres otros que están en la sala de máquinas sudando como burros, trabajando para llevarnos a todos nosotros, sus otros, a buen puerto.
Pero no es por un prurito estético que hago la diferencia, la hago porque si estamos en el mismo barco quizás podríamos intentar ponernos de acuerdo.
Claro que también podríamos hacer la revolución. Y obligar a caminar por el tablón, al decir del buen pirata, a los de los camarotes dobles y que sean un festín de tiburones.

Alguien sabe en que momento comienza la fase de la ira? Digo, para apuntármelo en la agenda.

Buen jueves, otras y otros.

Días de cuarentena. XXX

Día cuarenta y cinco.

Confesiones. A Fernando Pessoa y sus heterónimos.

Cada día me dispongo a contar diferente lo que sucede siempre igual, pero cada día ocurre algo que aunque igual, lo vuelve todo diferente.

Cada día amanece, pero hoy en la ventana sucede ese velero, y que al cruzar ante el sol raso, se incendian de luz y fuego las velas, y el mástil se ondula, baila y reverbera como un espejismo, mientras desaparece más allá del horizonte, y ya nada es igual.
El mismo café, la misma cantidad de tostadas, la misma mermelada, no pueden mantener el rumbo de lo cotidiano y deviene la zozobra en lo extraordinario.
Y acabo el desayuno y me pongo a escribir.

Obligado a repetir cada día, confinado en este faro, vivo de mis ventanas, y aunque no tenga enfrente la tabaquería de enfrente, del magistral Pessoa y compañía, las ventanas me abocan igual a la filosofía y las humanidades. Y a las ciencias naturales.
En ellas sigo al sol desde el amanecer hasta el ocaso, y en ese transcurso están las personas que pasan. Y los perros, que también existen, me sopla Pessoa desde su puente.

No, no cuento historias, solo destellos. El brillo de las perlas del collar de mi abuela resalta sobre las diminutas gotas de sudor y nácar de su cuello largo y fino… y en ese titilar está toda mi infancia en la Casa de las Maravillas.

Si dejase de mirar por la ventana, quizás podría empezar a escribir esa historia con su principio, su desarrollo y su gran final, me digo, pero continúo asomado a la ventana, acompañado en multitud, por Alberto Caeiro, Alexander Search, Álvaro de Campos, Bernardo Soares y Ricardo Reis.

Y seguiré asomado mientras pueda, atrapando destellos, como atrapábamos bichitos de luz con mi madre, allá tan lejos, en Villa de Mayo, provincia de Buenos Aires.

Buenos brillos a todos y todas.

Cita y juego: Tabaquería, de Fernando Pessoa