Día treinta y ocho.
Sigue lloviendo.
Día de interior, tranquilo y suave. Hoy no salgo porque llueve.
Lo primero, conecto el altavoz de la cocina y elijo la música. Georges Lewis y su banda de jazz de New Orleans es una elección muy recomendable, tiene alegría y tristeza, especies indispensables para cocinar bien, y no empalaga. Trapo grande de cocina a modo de delantal enganchado en la cintura y trapo pequeño en el bolsillo trasero del pantalón para diversos usos. Casquete de cocinero japonés, indispensable si se va a freír. Vaso de vino blanco para el chef, porque con el tinto corres el riesgo de pasarte en los sabores, y una picada ligera para que el vino tenga compañía, el vino solitario se pone tristón.
Y ahora os propongo un juego, hagamos juntos la tortilla de patatas más rica del mundo. Lo digo en serio.
La receta me la dio en Madrid, en el año setenta y nueve, la madre de un amigo entrañable. Ella había sido primer premio en varias ediciones del Campeonato de Tortillas de Patatas. O así.
De domingo en domingo yo moría por sus tortillas, y todos los días moría por Teresa, pero esa es otra historia. Simplemente estaba en la bella edad de morir por todo siempre.
El críptico motivo por el que la cocinera campeona accedió a revelarme su secreto fue porque yo era argentino y me venía a vivir a Catalunya. Así, todo en pasado, pena penita pena.
Juegos de cocina.
La primera parte del juego consiste en pelar y cortar las patatas. Las vamos a cortar en monedas casi translucidas. Si levantas una y miras a contraluz, deberíamos vernos. Eso me lo dijo ella, y yo te digo, me encantaría verte a ti ahora a través de una patata. Y ríete del Skype.
El juego de los huevos.
Uno por confinado y separamos la clara de la yema. Para batir las claras a punto de nieve recomiendo escuchar el tema “Linger Auwhile” y seguir el ritmo, se baten solas. Luego la yema con su sal y batir hasta que pierda el exceso de amarillo y se vuelva como la arena de la playa que añoramos, que es siempre mas blanca en el recuerdo.
Se derrama la yema, salada ella, sobra la nieve clara y se bate un tema entero, el que más os guste, o el que esté sonando.
Se cuela una cebolla.
La cebolla es clandestina, nadie tiene que verla, nadie tiene que encontrarla, pero tiene que estar. Picada fina, se fríe con las monedas de patata en un mar de aceite de oliva hirviendo. Toca abrir la ventana de la cocina o el extractor, quien lo tenga, ahora os acordaréis del casquete japones. Por cierto, el mío me lo regaló el cocinero de un restaurante japonés de Barcelona donde actuábamos en el trapecio entre sushi y sushi, con la trapecista que dejó de serlo y voló.
Se fríe.
Doradas para comérselas. Quien dijo tortilla? yo me las como así! Ese es el punto de las patatas. Las cebollas, diminutas y doradas. Alguna quemadita a mí me gusta.
Se seca.
Papel de cocina blanco sin tinturas ni florecitas idiotas y envolvemos las patatas y las cebollitas polizontes, como una star se envuelve en su albornoz blanco al salir de la piscina y se seca como una patata.
Baño de huevo.
Sequitas de aceite las sumergimos en el huevo, después de despertarlo con un solo de clarinete batido.
Ahora viene lo mejor, escuchamos la música, vemos como va el blanquito y la picada, con la calma podemos fregar lo que hayamos usado y quitar el aceite sobrante de la sartén, retomar un libro, una peli o darnos un baño de inmersión, porque ahora es el tiempo el que trabaja.
Tres horas aconsejo para que se embeba, se emborrache de huevo, y se convierta en un manjar.
Último acto, la tortilla.
Con la sartén rebañada de aceite y no muy caliente, vertemos el amasijo, y con arte y un plato le damos la vuelta para hacerla por los dos lados.
Hemos cocinado, leído y nos hemos bañado, ya estamos a punto para sentarnos a la mesa para comer la tortilla de patatas más rica del mundo.
Buen apetito a todas, todos.