No era algo, era alguien. Esa fue la conclusión a la que llegamos mi amigo Leandro y yo.
Cada vez que pasábamos por delante, resultaba evidente que nos observaba tanto como nosotros a él. Las persianas de hoja de madera de la planta superior, estaban siempre entornadas, y el portal de entrada cerrado a cal y canto. Pero cada tarde, cuando oscurecía, una luz mortecina se dejaba ver a través de las celosías de las ventanas. Nada más, nunca vimos entrar ni salir a nadie.
En las aburridas tardes de invierno o en el verano, cuando las mañanas andaban sueltas, hacíamos guardia escondidos detrás del buzón de la esquina, al costado del kiosco de revistas, donde aprovechábamos a comprar las revistas mexicanas, el cómic por excelencia de aquellos años, en aquellos sures. Si comprábamos dos, el kiosquero nos dejaba leer allí mismo a pié de buzón, una tercera.
Pero nosotros teníamos una misión, descubrir algún indicio, alguna señal de vida en el interior, algún signo de que la casa estaba habitada, así que nos turnábamos entre la lectura y la vigilancia, para lo cual contábamos con los prismáticos de ir al hipódromo, del padre de Leandro. Pero nunca ocurrió nada. Nadie entró, nadie salió, e invariablemente al atardecer se encendía una luz mínima en el interior.
Lo que comenzó como un juego, acabó siendo una obcecación. Recorrimos la calle preguntando en los comercios, a los vecinos que se dejaron abordar y al cartero. O no sabían nada o creían que estaba deshabitada.
No somos tan críos como para creer en fantasmas nos dijimos, y preferimos pensar que el viejo caserón estaba vivo. Desde ese momento, especialmente cuando anochecía, evitamos volver a pasar por ese tramo de la calle.