Cromos IV: Árboles

a Cosimo Piovasco

Leandro y yo éramos más de juegos de saloon que de pateapelotas. Lo nuestro iba de indios y vaqueros. Nosotros los vaqueros, y el indio, el Piedra, el hermano menor de Leandro, a quién teníamos que arrastrar allí donde fuésemos, como a una tal que su apodo. Piedra por lo pesado y piedra por lo duro, encajador nato que nos doblaba en valentía. A él le tocaba perder y lo hacía con una gallardía envidiable.
Pero los árboles eran para nosotros un tema aparte.
Los árboles son para subirlos, es así, esa era la regla primera, la segunda, el Piedra, por retaco, no nos puede seguir. La tercera regla, lo que se dice en los árboles, en los árboles se queda.
Acomodados entre sus ramas nunca nos colocábamos frente a frente, lo hacíamos de lado o directamente espalda contra espalda, de esa manera vencíamos los últimos reparos a hablar sin tapujos. Así supe de sus terrores nocturnos y él de mis pánicos diurnos.
En las alturas entramadas vencíamos cualquier cobardía, desconocíamos los peligros de la gravedad. Raspones, cortes y astillas, eran medallas al valor y la osadía.
Todo árbol tiene una escalera secreta que hay que saber descubrir entre los innumerables falsos escalones que te envían directo a tierra con un yeso en el brazo o en la pierna, como poco.
Fue una mañana de domingo, el Piedra jugaba a la guerra de soldaditos entre las raíces de un magnífico tipuana, al que Leandro y yo habíamos trepado. Allí en la intimidad del ramaje, sentados a horcajadas sobre unas gruesas ramas casi en paralelo, me animé a hablar de Rosita, su prima, de esa manera que tenía de mirarme que me dejaba sin aliento, Leandro pegó un respingo furioso y de un salto se lanzó a trepar hasta la copa, sin visualizar antes la escalera. No lo consiguió. Mientras caía intentando aferrarse a las ramas que pasaban de largo a su lado, llegó a gritar: Rosita es para mí! Lo siguiente fue aterrizar sobre el Piedra, que estaba a cuatro patas desplegando el ataque al cuartel general del enemigo.
El yeso fue para el Piedra, los moretones y magulladuras para Leandro, y para mí la culpa.
En el siguiente árbol, unas semanas después, hicimos las paces y nos prometimos renunciar a ella por nuestra amistad. Lo que no nos dijimos fue la verdad, que con Rosita nunca tuvimos la mínima chance, ella solo tenía ojos para un pateapelotas del curso superior.

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