Día diecisiete todo al garete.
Fue casi sin darnos cuenta que un día nos quedamos en casa y ya no volvimos a salir.
Nos dijimos que sería momentáneo, que pasaría en unos días y que aunque tal vez fuera una exageración era mejor acatar las normas.
Pasaron los días y las semanas y fuimos pasando de la frivolidad a la incredulidad, de la incredulidad al desconcierto, del desconcierto a la desconfianza, y así hasta llegar al miedo.
Pero el miedo, que no es tonto, tiene espantos y tiene pavores, y el muy taimado toca nuestro timbre por dos puertas diferentes.
En una puerta está el el hombre del saco, el temido miedo que todos conocemos y afrontamos como sabemos o podemos, es un miedo individual que me concierne directamente a mí y a los míos, y que se expande por las capas lineales de la pertenencia social, mi familia, mis amigos, mi barrio, mi ciudad, mi país, o transversales, el género, la profesión, la clase, la ideología.
Es un miedo humano que se puede socializar y compartir, y aunque tiende a separarnos, de nosotros depende que nos pueda unir.
En la otra puerta, desconocido y mudo, está el miedo como especie, atávico, primario, que nos licúa dentro de una red única, donde no hay ni tu ni yo ni él ni nosotros y donde los otros son siempre el antagonista. Donde el que cae, cae y la especie continúa. Donde la ley natural y el algoritmo bailan abrazados el último vals.
Qué puerta abrimos es nuestro propio laberinto y allí nos aguarda, nuestro minotauro.
Mientras tanto jugamos al juego que nunca debería ser un juego.
Contamos los muertos.
Aplicamos variantes y variables, comprobamos curvas y constantes, cotejamos estadísticas, confeccionamos rankings, y hacemos predicciones en base a todo lo anterior.
Pero contamos muertos.
A los muertos su nombre, su identidad y su historia, a nosotros la pena y su recuerdo.
Compartiendo miedos contigo, con él, con ella, con nosotros, con vosotros y ellos.