Día veintitrés.
Están ahí, y me miran con ojos de dinosaurio.
Todas esas tareas por hacer, esas que juré realizar cuando tuviese que estar en casa sin poder salir, fueran enfermedad, tifón o invasión extraterrestre la causa, hoy me derrotan solo con la mirada.
No, no es momento de revisar viejos papeles, viejas fotos ni ropa de viejas juventudes. Dejemos que sigan envejeciendo en los cajones me digo imitando el gesto de James Dean en su eterna desidia adolescente, sin pensar que Jaime sería hoy un viejecito de ochenta y nueve años confinado en una residencia.
Son tareas que requieren condiciones especiales, me digo, y como los mineros hay que salir al mundo a respirar aire puro cada tantas horas, si no, corres el riesgo de respirar dióxido de melancolía en niveles tóxicos.
Mejor el bricolaje, me dice mi vecino desde el rellano de la escalera, mientras me pasa la caja de herramientas, hoy el pueblo son los vecinos y las vecinas, pienso.
Están mis pulmones, con cara de perro asustado y con los bronquios entre las patas, como queriendo decir, yo no fui.
Tienen la costumbre de hacerse responsables de todo lo que respira mal a mi alrededor.
Lo que no acabo de entender es porque si los confines de la tierra son la excelencia de la distancia, a nosotros el confinamiento nos pilla tan cerquita y en pijama, será que es verdad que el mundo es un pañuelo, que ahora ademas de sucio está contaminado.
Son los tiempos que corren, aunque corran más lento que los caracoles y las tortugas que también van con la casa a cuestas. Y aunque a nosotros la casa se nos caiga encima y nos coma.
Echo una última mirada a los armarios que no voy a abrir y por primera vez respiro aliviado.
A veces lo mejor que podemos hacer, es no hacerlo.
Y me voy a la cocina.
Buen lunes confinadamente, a todas y todos.