Día veintiuno.
Tres semanas.
Cada día me levanto con la urgencia de leer la prensa, como si algo inminente estuviese a punto de suceder y temiese no enterarme a tiempo, luego, con el agua de la ducha me despierto.
La calma, las horas, las rutinas, las mareas, poco más. A veces el desasosiego, otras, el sol que explota.
Día de ir a comprar.
En la calle, perros de boca abierta y contenta ojean desconfiados a los humanos con bozal.
A metro y medio de distancia, por los ojos nos reconocemos o por el andar, o reconocemos a los perros, y entonces sin detenernos, los saludos, clandestinos, censurados, cortos y con filtro.
Escenas del Far West.
Un numero indeterminado de atracadores de bancos con la cara cubierta, deambulamos con las bolsas en la mano, manteniendo las distancias del duelo a la hora señalada y con música de Ennio Morricone.
Mónica, la heroína del kiosco de diarios, me saluda a cara descubierta, parapetada detrás de una montaña de malas noticias apiladas a modo de trinchera.
En la farmacia, Montse, armada con una fregona de repetición espera agazapada a que pises las blancas baldosas para saltar detrás de ti y asesinar bichitos, bacterias y virus que viajasen clandestinamente en tus botas pateras. Aquí no entran, me dice. Me alegro y me entristezco, no por los virus y bacterias, pero sí por los bichitos.
Un galgo desbocado pasa como un exhalación a todo galope y una joven de trenzas comanches lo persigue revoleando la correa como un lazo, mientras le grita arreándolo para el tolderío, o el duplex, vaya usted a saber.
En casa me lavo las manos para borrar las malas huellas y vacío las bolsas para evaluar el contenido, abastezco la despensa y la nevera, vuelvo a lavarme ls manos, y un cansancio infinito y resignado respira por estos pulmones vulnerables.
Buen sábado, buena compra y mejor respiración. A todos, a todas.