Al despertarme de la siesta descubrí, que sentada sobre mi mesa, al costado de mi cama, una palabra me observaba en silencio. Tenia sus piernas colgando y las balanceaba rítmicamente. Sonreía, creo (no son fáciles entender los gestos de las palabras).
Lo primero que pensé sin mayor trascendencia, es que todavía seguía durmiendo y soñando, claro. Igualmente me levanté y fui al lavabo, me lavé las manos, la cara y los dientes (en ese orden). Ella estaba ahora sentada en la cisterna del wáter, con las piernas entrecruzadas, casi en flor de loto pero con los codos apoyados en las rodillas, una actitud que se me antojó muy «Peter Pan». Si, ahora estoy seguro que está sonriendo. Esto me tranquilizó, pero sin embargo, esta vez, sí, me chispeó una incomodidad anímica, no podía volver a utilizar el recurso de que todavía seguía durmiendo.
La palabra seguía allí.
Bueno, en realidad, ahora «allí» era la cocina, mientras me preparaba un antiácido para prevenir los efectos de la siesta en mi digestión.
Me acompañó risueña y silenciosa, durante todas las pequeñas acciones cotidianas, tal que vestirme, preparar y tomar el café, revisar el correo en el ordenador, revisar las notas para la reunión de la tarde, etc.
Reconozco que ya en esos compases del baile yo ya había recurrido a mi arma secreta: Mi perfil de friso egipcio. Y la exasperante minuciosidad en la pulcritud de las mas insignificantes acciones.
Normalizar. Lo que sea. Que una palabra con piernas se pasea, muda, por mi casa? Yo me enroco en mi rutina y listo.
Al regresar a casa por la noche ya no estaba. Entonces me percaté que no la había leido en ningún momento, ni ella dijo nada… Y por tanto, no se qué palabra era.