El bar de los ahogados / Postales desde Ocata

En medio de tanto orden, que desorden mi alma! Y es que mi vida es maravillosa, pero tan mal vivida!-
Lo primero lo dijo al interior de su bolso -casi mas grande que ella- con lo que no puedo descartar que en verdad no hubiera dentro, alguien más. Lo segundo me lo dijo a mi, al percatarse que la estaba observando descarado. Ella misma celebró su ocurrencia, con algo parecido a una sonrisa y un gesto de hombros, y retomo la búsqueda de vaya a saber qué o quién. Yo también levanté mis hombros, esbocé otra sonrisa y dije algo así como, pero siempre tendrá usted unas bellas vistas, refiriéndome a la playa y el mar frente a la cual estamos sentados a nuestras mesas del bar, pero ella, es evidente, lo escuchó con picardía y sus mejillas se hubieran enrojecido, de no estar enrojecidas ya para siempre, y rápida me devolvió el retruécano: –Eso me lo tendría que haber dicho cuando estaba seca y me moría de sed, entonces nos hubiéramos mojado a gusto!- y estalló en una carcajada sonora.
Aunque no sabía quien me estaba hablando, supe al instante a quién estaba yo escuchando, y una nube me empantanó el alma.
Si mi vieja casa asienta sus pilares sobre dos bares; la casa nueva, se erige, toda ella sobre uno («que no te cierren el bar de la esquina…») Y aunque su nombre hace referencia a la mitología del mar, hoy en honor de mi amiga casual, lo llamaré el bar de los ahogados. Aquí no se confunde quieto con tranquilo; cada país, cada ciudad, cada pueblo, cada barrio, tiene el suyo. Sus parroquianos, un poco mas gastados, mas sombríos, mas ahogados, que los parroquianos de otros bares, se sientan a sus mesas a beberse la partida y miran al mundo con un póker de ceros en su mano, y la melancolía de no entender porqué han perdido antes de empezar. Sin embargo, debo reconocer que sus mesas resultan apetecibles, será por la sal. Las hay interiores, donde el día se parece demasiado a la noche, las hay de terraza cubierta, que es la zona de los cordiales, y de los grupos en soledad. Y por último, las hay de terraza descubierta, a pie de acera, frente a la carretera, la vía, la playa, y al fin, el mar, que nos rescata de todo naufragio que no sea el suyo propio.
Hoy he caminado por la orilla, he hundido mis pasos en la arena blanda, y en la arena húmeda y compacta. El viento fuerte y helado, el sol frío y brillante, la espuma se escurre entre mis botas, como algunos recuerdos se escurren de la memoria y se pierden como las cuentas de un collar rompiéndose a este lado de la vida.
Luego subí por una de las callejuelas laterales, hacia montaña. Las casas respiran el aire salado que viene del mar y calman la sed en las aguas que bajan por las rieras, y embeben los cimientos en el terreno socavado del maresme.
Al volver a casa me he asomado a la ventana, he respirado profundamente, y he esperado paciente a que el meridiano volviese a atravesarme, justo con la puesta de sol.

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